Dos sonrisas, una invisible.

Voy de la Colonia Roma hacia San Ángel en el metrobús, leyendo. Obsesivamente trato de hacer anotaciones y traduzco doce veces en un sobre de papel manila un antiguo poema japonés. Primero contando las sílabas rigurosamente, luego alterando el ritmo y al final cambiando incluso cada imagen. Hasta que ya es completamente otro:

Desde la íntima hendidura
de tu bosque obscuro
mi aliento abre tus ramas.











Casi nadie lee en el metrobús. A diferencia de otros países donde todo mundo va leyendo en el metro, como Japón o Francia, en México eso es más bien raro. Pero hasta leer de pie y entre apretones es una manera de cambiar positivamente el trayecto y hacerlo mucho más agradable, más rápido, más intenso vitalmente inclusive. Las imágenes de un bosque japonés lleno de penumbra, como los que conocí cerca de Kioto, las imágenes de ese bosque como metáfora de un pubis, y luego las piernas como ramas que me hacen pensar en las fotografías de Alicia Ahumada; todas esas imágenes se me mezclan con lo que voy viendo en la también hirsuta avenida Insurgentes.
Termino mi poema y al tratar de guardarlo, el papel se me cae al piso. Mientras lo levanto veo que en uno de los asientos, al lado, una mujer joven lee muy concentrada un libro verde con un insecto amarillo en la solapa y una mano extendida en la portada. Es La mano del fuego.
Veo que está a punto de terminar el libro. Recorre esa lista que es como un resumen irónico de toda la novela y que llamé “Índice kamasútrico de asuntos interrumpidos”. De pronto se detiene y le pide al hombre que está a su lado un lápiz o una pluma. Como no tiene, automáticamente le ofrezco la que yo traigo en la mano. Me da las gracias casi sin verme y yo me doy cuenta de que ella marca en la página dos frases, dos entradas del índice. Primero: “Sobre el asombro ante los labios del sexo y su famosa, empinada y curativa “sonrisa ayurvédica”.
Al leerla yo, detrás de su hombro, me pregunto si fui poco claro al formular así esa frase que se refiere a la sonrisa del sexo femenino, extendida desde adentro, abierta y empinada. Pero es claro que no puedo preguntarle qué entiende por esa frase que acaba de señalar. Tal vez ella se imagina algo mejor y más divertido que lo que yo ponía en ella. La miro sonreír levemente pero respira muy hondo. Tal vez, por dentro, o más bien abajo, sonríe ampliamente mientras aspira.
Luego marca otra frase, un poco más arriba: “Sobre las virtudes y significados del dedo índice en el amor y en la vida. El dedo con el que se abren las cortinas del paraíso.”
Lee de nuevo lo marcado y en su cara se dilata una enorme sonrisa. Cierra el libro y se lo lleva al pecho, lo hunde entre sus senos y su sonrisa crece más todavía mientras lo presiona.
No me atreví a interrumpirla para pedir mi pluma cuando ya tenía que bajarme así que se la dejé. Y desde la calle la observé de nuevo, abrazando el libro en la misma posición y sonriendo. Ella nunca sabrá lo feliz que me hizo con su doble sonrisa.