La caligrafía árabe y yo nos
encontramos en Mogador. En el Mogador de papel en las novelas de Alberto,
preludio a la Essaouira de piedra y viento que me recibiría unos años después,
Sonámbula entre tantos viajeros, en diversos estados de obsesión, que llegan al
puerto del Atlántico en busca de uno u otro de los mitos enredados en el
laberinto de sus callejuelas.
Por las páginas de Mogador me
encontré entonces con el trabajo de Hassan Massoudy, con la voz inaccesible de
una lengua desconocida cuyas mismas letras, en su trazo físico, se lanzan y
entrelazan, se extienden y confunden en una belleza que se busca a sí misma en
incesante espiral. Letras misteriosas
marcando el ritmo de las historias deseantes en las novelas, ofreciendo
esquinas, pasadizos, celosías a sus amantes fantasmas. Y entonces quise, con
toda la fuerza de la obsesión que nos caracteriza a los Sonámbulos. Quise con
todo tesón y toda ridiculez. Quise ir a mirar el puerto desde la claraboya de
su propia muralla, y quise aprender el arte de la escritura árabe. En el taller
de un calígrafo en Essaouira compré un pequeño cuadro para una amiga, dice al-qamar,
la luna. Quise algún día poder ser aprendiz en uno de esos talleres, poder
entender algo sobre cómo anudar y desenvolver ese alfabeto huidizo que al
mostrarse se escondía.
Por espirales del destino, unos
años después fui a encontrar en Rabat el taller de un calígrafo que me recibió.
Hay una calle algo parisina en el centro de Rabat, donde una hilera de casitas
de madera sombreadas por árboles, que antes eran puestos de un mercado de
flores, son ahora ocupadas por artistas plásticos – pintores, escultores,
alfareros. Enfrente está la entrada de unos grandes jardines públicos; sobre la
misma acera, amplia para pasear a gusto, la terraza del café del teatro
principal de la ciudad. En una de las casitas trabaja Mohammed Faqir, calígrafo
y pintor, con quien llegué a aprender.
“La caligrafía es una
geometría espiritual”, me dijo el primer día. “La buena caligrafía refuerza el
derecho”, en otra ocasión me dijo que dijo el profeta Mahoma. La belleza es una
con la verdad y juntas habitan un espacio sagrado. No comparto la fe religiosa,
sin embargo, en ese espacio sagrado también habita la poesía, sabia en hacerse
entender por arriba de toda distancia.
Aprender a escribir caligrafía
viene siendo una búsqueda que pasa a través de la observación, el conocimiento,
la disciplina y el paciente trabajo. Un camino de años, del que los que cuento
no son que tres pasos andados. Mohammed empezó a enseñarme el estilo nasj, نَسْخ, ‘copia’, el que se usa normalmente en la imprenta. Me
enseñó que los puntos diacríticos que distinguen unas letras de otras (como en
el caso de ب bâ’ y
ت tâ’) son también las unidades de medida
que determinan anchura y longitud de las letras. Por ejemplo, ا, alif, la primera letra del alfabeto: cinco puntos de altura. Que
dependen, claro, de la cabeza de la pluma con que se escribe, del cálamo, qalam.
El
qalam es parte de la dimensión
sagrada de la escritura, dando el nombre nada menos que a una surah del Qur’an, la 68, Surah Al-Qalam, en cuyo primer versículo el mismo Dios jura “por la nûn y por el cálamo y por lo que han
escrito”. La ن, media luna con
estrella, es de las letras más bellas y misteriosas del alfabeto árabe. El
cálamo es un carrizo que, como nos cuenta Hassan Massoudy en L’ABCdaire de la calligraphie árabe, a
la hora de ser plasmado en una pluma trae consigo el sol y el agua que lo
alimentaron, y el viento que lo hizo flexible y resistente. Se supone que un
verdadero calígrafo debe hacerse sus cálamos, a la medida de su mano y de la
presión de sus dedos, aún más, obedeciendo directamente a la pasión y la
voluntad: me contó Mohammed la historia de Ibn Moqla, visir y calígrafo en la
corte de los abasides, quien, cuando algún disgusto del califa hacia su persona
redundó en que mandara cortarle la mano, se ató un cálamo al muñón y siguió
escribiendo con la misma letra de antes. Lejos de tanto heroísmo, confieso que
ni siquiera he tratado todavía de hacer mis cálamos, apenas si me he atrevido a
afilar la punta de los que Mohammed me ha regalado. Aquí pueden verle
fabricando uno, por si tienen curiosidad: https://www.facebook.com/photo.php?v=4016999860541&set=vb.1147692646&type=2&theater
La
cabeza del qalam mide los puntos que a
su vez dictan las reglas de la armonía. La letra trasciende, sin embargo, su
propia geometría. La imagen de la letra es, finalmente, lo que importa, me
enseñaba Mohammed. Me decía que practicara midiendo los puntos y practicara
también en la hoja blanca, buscando la imagen. Lograr la imagen es lograr el
carácter de una letra, su fuerza y su personalidad, para infundirle su lugar en
el transcurrir de la escritura.
La
caligrafía es una cuestión de curvas, me decía también Mohammed. De bajar y
subir con firmeza, marcando un centro de gravedad, sutil y definido a la vez,
que señala el cambio de sentido al recorrido del cálamo. Algunas letras
comparten, por ejemplo, la curva característica de la nûn ن, entre otras sîn س, ṣâd ص, qâf ق; distintos son la línea, el
equilibrio, el centro de gravedad de letras como bâ’ ب y fâ’ ف. Las longitudes pueden variar y las proporciones,
mezclarse; sin embargo, una personalidad inequívoca distingue en cada letra,
que realiza una combinación única de rectas, curvas, puntos de equilibrio,
recorridos, cambios de dirección e inclinación del cálamo sobre el papel.
Hablo
aquí de las líneas del nasj, las que
menos desconozco. Cada estilo tiene las suyas, las diferencias siendo a veces
sutiles y otras, desconcertantes. Recuerdo una clase en que Mohammed me mostró
un alfabeto en estilo diwani, en que
la sîn solo era una línea dulcemente
diagonal, algo ondulada, sin las curvitas pronunciadas y los piquitos que había
yo aprendido a distinguir; ante mi desconcierto, me explicó sonriente: “La sîn ahí está, solo que está adentro”. Las
letras tienen voz y vida al interior de las líneas que las marcan y definen, me
gustó entender. La caligrafía sugiere, encubre, descubre y de nuevo confunde
esa voz, en ecos que resuenan en las vueltas cambiantes de una espiral tras
otra. Para nosotros los Sonámbulos, ecos de Mogador, la inaccesible. Ecos de la
misma sensualidad arquitectónica que Ibn Arabi, poeta místico andalusí, leía en
el enlace de lâm-alif, لا, una de las combinaciones
más frecuentes del idioma: “Cuando alif y
lâm se hacen compañía, cada uno de
ellos experimenta una inclinación hacia el otro. Esa inclinación es al mismo
tiempo pasión amorosa e interés. No ves acaso como lâm replega su trazo descendiente para envolver la vertical de alif, con miedo a que se le escape.
Despierta a tu alif de su sueño y
desata el nudo de tu lâm. En el nudo
que une lâm y alif reside un secreto indecible”. Agradezco a Hassan Massoudy esta
clase de citas deliciosas en su ABCdaire:
nada como erotizar la morfología de un idioma desconocido para despertar la
obsesión, amorosa y lingüística, de una traductora Sonámbula.
Llevaba conmigo cierto
optimismo de la voluntad: nunca supe dibujar, pero siempre tuve bonita letra.
Letra manuscrita de manual de primaria, que no sabía trazar sino con esmerada
lentitud, una pesadilla en la escuela para dictados y ejercicios afines. Ahora
me vino bien, siendo la caligrafía árabe ejercicio de santa paciencia. Un
calígrafo, Mohammed me contaba, puede tardar hasta diez minutos en escribir una
sola palabra, amén de repetirla cuantas veces sea necesario. Tiene que respirar
hondo y escuchar su propia respiración. Doucement,
tout doucement, despacio, no dejaba de decirme, en el francés que, a falta
de árabe de mi parte, nos comunicaba en esa calle tan parisina de Rabat. Ir
decidida hacia el centro de gravedad, con mano determinada, sin sobresaltos ni
titubeos, junto con el aire. Lo mismo recomienda Hassan Massoudy en su ABCdaire: “En el instante en que el calígrafo apoya la cabeza de
su cálamo en el papel, debe dominar su gesto a través de una fuerza interior a
fin de que su mano pueda trazar la letra con precisión. Esa fuerza no es otra
que la capacidad de regular su respiro. Debe tomar conciencia de su
respiración. Entre inhalación y exhalación, hay un pequeño momento de pausa que
el calígrafo puede aprender a prolongar ligeramente a través del ejercicio
cotidiano. Cuando ese momento se alarga, tiene la sensación de estar afuera del
tiempo y su gesto se hace más preciso. El calígrafo ritma su respiro acorde a la
alternancia entre trazos gruesos y finos de las letras. Retiene el aliento para
delinear una letra larga, parándose donde el trazo cambia, y lo retoma al mismo
tiempo que vuelve a entintar. Se enseña al joven calígrafo que no use todo el
aire de sus pulmones, ni toda la tinta de su cálamo, en el momento de ejecutar
un gesto largo y lento. Trazar con lentitud una letra larga es también
sumergirse en el propio silencio interior para allá encontrar la expresión
personal. Cada vez que ese momento se alarga, una sensación de bienestar y
plenitud invade al calígrafo. En el momento en que el calígrafo domina su
respiro, su cuerpo entra en comunicación con su mente y su sensibilidad”. En ese
mismo espacio entre el cuerpo y el espíritu, en el tiempo ritmado por el
aliento, movidos por el mismo impulso de búsqueda, si no paciente, obsesiva,
trazamos caminos los Sonámbulos con todos nuestros fantasmas. Buscando el gesto
preciso que nos devuelva la paz.
He
tenido el gusto de conocer, en mi corto aprendizaje, ese momento de bienestar
del que habla el maestro, los maestros. Es caminar el laberinto inaccesible que
sin embargo, por momentos, accede a recibirnos, y nos permite llegar justo
donde queríamos. Para luego inmediatamente, claro está, prometernos otro
paraíso atrás de una esquina, otra gracia en una nueva hoja.
Mis
intentos de aprendiz calígrafa se encuentran en estos álbumes:
Algunos
textos sobre caligrafía que me gustan pueden leerse en estas notas:
https://www.facebook.com/notes/caterina-camastra/d%C3%A9cimas-a-la-caligraf%C3%ADa/10151053655184569
Texto de Caterina Camastra
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