LA SONRISA MOGADORIANA
DE XÓCHITL Y CATERINA
en la complicidad del laberinto

Mogador-Essaouira y sus murallas
vista por Caterina Camastra desde la fortaleza del puerto
No me canso de comprobarlo y a la vez de sorprenderme, los más extraños y maravillosos regalos, privilegios y placeres inesperados que puede recibir un escritor suceden en un ámbito inesperado, en esa especie paradójica de lento torbellino pasional que como micro clima crea la circulación felizmente incontrolada de sus libros en las manos deseantes de sus lectores. Inmenso privilegio es enterarse, por ejemplo, de la complicidad intensa entre dos mujeres que toman palabras de sus libros para nombrar la nueva realidad que ellas se han creado. 
        La escritora Caterina Camastra me contó: "La expresión "Ir a Mogador” se convirtió en nuestro código secreto para referirnos a asuntos de amor y discreción. Frases como “¿A qué hora te vas a Mogador?” o “No he hecho la tarea, pasé la tarde en Mogador” se volvieron moneda corriente en nuestro idioma privado..."  Caterina, con el tiempo, se volvió traductora al italiano de En los labios del agua (y de varios otros libros de escritores mexicanos, entre ellos Galaor de Hugo Hiriart). Viajó hace poco tiempo a Mogador con su amado, Héctor Vega, y nos trajo bellísimas imágenes de la ciudad del deseo. Ahora, con su amiga y compañera de estudios de postgrado, Xóchitl Salinas Martínez, me cuentan como fue creciendo en ellas ese vínculo sonámbulo, ese guiño  que se hace con los labios deseantes, esa sonrisa de complicidad mogadoriana que las une. Y yo, muy agradecido, lo celebro sonriendo con ellas, por ellas.
Caterina Camastra en la fortaleza del puerto
con la ciudad de Mogador al fondo.
Foto de Héctor Vega.


EN LA COMPLICIDAD DEL LABERINTO, 
según Caterina Camastra y Xóchitl Salinas Martínez
Dicen que la ciudad de Mogador no existe, que la llevamos dentro. Pero otros dicen que sí existe y que, justamente, la llevamos dentro.  
Alberto Ruy Sánchez: Nueve veces el asombro.

En primaria o posgrado, el significado de compartir un pupitre no cambia. Sentarse junto a alguien en la escuela, varias horas al día, muchos días de la semana, durante meses o años, significa construir todo un léxico familiar, un mundo de diálogos entrañables.
Algo así nos pasó a mi amiga Xóchitl y a mí durante los años en que nos sentamos juntas en el salón de clases de la Maestría en Literatura Mexicana. Muy pronto ella se convirtió también en vecina de casa y nuestra relación fue volviéndose simbiótica. Solo Xóchitl sabía dar el correcto golpe de cadera que cerraba la rejega portezuela del copiloto de mi Volkswagen 1974, mejor conocido por su color como la Naranja Mecánica. Algún día aborchornamos a un pobre tapicero, quien, al vernos mirar con entusiasmo su catálogo de telas y debatir sobre el mejor color para mi sillón, asumió –no sin rubor– que vivíamos juntas y éramos pareja sentimental.
El posgrado es mejor que la primaria porque cuando uno es grande ya la escuela es un placer. Mi amistad con Xóchitl fue literaria desde el primer momento, y nos divertimos mucho preparando exposiciones sobre Sor Juana o las beatas embaucadoras de Nueva España. En esos mismos años descubrimos la obra de Alberto Ruy Sánchez, gracias a que mi asesor de tesis, Efrén Ortiz, me prestó Los demonios de la lengua. De cariño burlón y con poca modestia le decía yo Padre Miranda, en homenaje al confesor de Sor Juana, lo cual le hizo pensar que me interesaría el alucinado jesuita protagonista del libro de Alberto. Y así fue: amé el libro y su exquisita, diabólica arquitectura. En una sucesiva incursión en librería, mis ojos reconocieron el nombre del autor en la cubierta de En los labios del agua. Me llevé el libro y el mundo cambió: aprendí que era Sonámbula, y pronto Xóchitl supo que ella también lo era. Las dos nos internamos en el laberinto de las páginas de Mogador con delicia compartida, leímos libro tras libro, e integramos una ciudad lejana y nunca vista a nuestro léxico familiar. “Ir a Mogador” se convirtió en nuestro código secreto para referirnos a asuntos de amor y discreción. Frases como “¿A qué hora te vas a Mogador?” o “No he hecho la tarea, pasé la tarde en Mogador” se volvieron moneda corriente en nuestro idioma privado, un zelije más en el cuadrado védico de nuestra amistad. Y un zelije fundamental, punto de reunión al final de un laberinto de malentendidos y desencuentros que nos tocó atravesar acto seguido. Años después, el mensaje que rompió un largo silencio se lo debí a un texto mío que Alberto colgó en su página: Xóchitl lo encontró y decidió que había llegado el momento de reanudar puentes conmigo. En su momento, Xóchitl había sido la primera lectora de mi texto En las garras del agua, sabedora de los entresijos de su escritura. Así que en ésta, otra página en el laberinto de la ciudad del deseo, celebro nuestra Sonámbula amistad renovada.


***
La muralla de Mogador desde arriba.
Al fondo la Isla de Mogador.
Foto de Caterina Camastra.


Dicen que los Sonámbulos se reconocen desde el mismo momento en que se cruzan sus miradas. Creo indiscutiblemente que es así. Esto pude comprobarlo con certeza, en marzo de 2002, cuando di el primer paso dentro del que sería mi salón de la Maestría en Literatura Mexicana y vislumbré como entre veinte personas a Caterina sentada. En ese mismo instante supe que seríamos amigas. No me equivoqué.
Nuestra amistad se dio sin dificultades, se sentía fluir como el vaivén calmado de las olas, como una perfecta conexión entre gustos y opiniones aunque aparentemente fuésemos tan distintas. Era un hecho: nadábamos en la misma agua.
Día a día íbamos descubriéndonos, conociéndonos, encontrando ecos la una en la otra como círculos concéntricos. Uno de los felices puntos de coincidencia llegó con Los demonios de la lengualibro que había leído con entusiasmo y fascinación a los 16 años y que ella acaba de descubrir. Sin duda, fue la llave que nos abrió las puertas a un paraíso literario sin precedentes y que nos ha traído interminables horas de placer. Cati y yo pasamos tardes deliciosas sentadas en su sala leyendo, compartiendo descubrimientos de nuestras lecturas, comparándolas divertidas con nuestras propias vivencias. Nos arrullábamos en la mecedora mientras escuchábamos De agua y de aire, embelesadas por la música y la voz de ese halaiquí que nos transportaba con sus historias al mágico puerto amurallado de Mogador, haciéndolo cualquier cosa, menos, inaccesible.
Con el paso del tiempo, hemos visto cómo, uno a uno, los libros sobre Mogador nos han envuelto como los dedos de una mano que nos arropa y nos mantiene unidas en una complicidad que podría carecer, incluso, de palabras, pues por gestos y miradas nos entenderíamos perfectamente.
Por fortuna, tenemos y teníamos muchas historias juntas; claves distintas para comunicarnos de manera traviesa en lugares públicos, lugares insospechados en donde nombrar “Mogador” se transformaba en un talismán que surgía de nuestro interior, que traía consigo historias sonámbulas y nos permitía compartir nuevos encuentros con nuestros fantasmas. Un talismán que nos reivindica en nuestra casta de sonámbulas desde hace nueve años ya, aun sabiendo que ya lo éramos mucho antes de ser nombradas.

Xóchitl Salinas Martínez
Xochitl y Caterina unidas por una sonrisa mogadoriana



Un giro en el laberinto de las calles de Mogador

Mogadoriano a punto de cruzar una de las puertas internas
de la ciudad del deseo.
Foto de Caterina Camastra.
Puerta mogadoriana de madera con una Jamsa grabada,
es una mano protectora contra el  mal de ojo.
Foto de Caterina Camastra.