DE UNA CALÍGRAFA SONÁMBULA,
Texto de Caterina Camastra


 La caligrafía árabe y yo nos encontramos en Mogador. En el Mogador de papel en las novelas de Alberto, preludio a la Essaouira de piedra y viento que me recibiría unos años después, Sonámbula entre tantos viajeros, en diversos estados de obsesión, que llegan al puerto del Atlántico en busca de uno u otro de los mitos enredados en el laberinto de sus callejuelas.
Por las páginas de Mogador me encontré entonces con el trabajo de Hassan Massoudy, con la voz inaccesible de una lengua desconocida cuyas mismas letras, en su trazo físico, se lanzan y entrelazan, se extienden y confunden en una belleza que se busca a sí misma en incesante espiral.  Letras misteriosas marcando el ritmo de las historias deseantes en las novelas, ofreciendo esquinas, pasadizos, celosías a sus amantes fantasmas. Y entonces quise, con toda la fuerza de la obsesión que nos caracteriza a los Sonámbulos. Quise con todo tesón y toda ridiculez. Quise ir a mirar el puerto desde la claraboya de su propia muralla, y quise aprender el arte de la escritura árabe. En el taller de un calígrafo en Essaouira compré un pequeño cuadro para una amiga, dice al-qamar, la luna. Quise algún día poder ser aprendiz en uno de esos talleres, poder entender algo sobre cómo anudar y desenvolver ese alfabeto huidizo que al mostrarse se escondía.
Por espirales del destino, unos años después fui a encontrar en Rabat el taller de un calígrafo que me recibió. Hay una calle algo parisina en el centro de Rabat, donde una hilera de casitas de madera sombreadas por árboles, que antes eran puestos de un mercado de flores, son ahora ocupadas por artistas plásticos – pintores, escultores, alfareros. Enfrente está la entrada de unos grandes jardines públicos; sobre la misma acera, amplia para pasear a gusto, la terraza del café del teatro principal de la ciudad. En una de las casitas trabaja Mohammed Faqir, calígrafo y pintor, con quien llegué a aprender.
“La caligrafía es una geometría espiritual”, me dijo el primer día. “La buena caligrafía refuerza el derecho”, en otra ocasión me dijo que dijo el profeta Mahoma. La belleza es una con la verdad y juntas habitan un espacio sagrado. No comparto la fe religiosa, sin embargo, en ese espacio sagrado también habita la poesía, sabia en hacerse entender por arriba de toda distancia.
Aprender a escribir caligrafía viene siendo una búsqueda que pasa a través de la observación, el conocimiento, la disciplina y el paciente trabajo. Un camino de años, del que los que cuento no son que tres pasos andados. Mohammed empezó a enseñarme el estilo nasj, نَسْخ, ‘copia’, el que se usa normalmente en la imprenta. Me enseñó que los puntos diacríticos que distinguen unas letras de otras (como en el caso de ب bâ’ت tâ’) son también las unidades de medida que determinan anchura y longitud de las letras. Por ejemplo, ا, alif, la primera letra del alfabeto: cinco puntos de altura. Que dependen, claro, de la cabeza de la pluma con que se escribe, del cálamo, qalam.
El qalam es parte de la dimensión sagrada de la escritura, dando el nombre nada menos que a una surah del Qur’an, la 68, Surah Al-Qalam, en cuyo primer versículo el mismo Dios jura “por la nûn y por el cálamo y por lo que han escrito”. La ن, media luna con estrella, es de las letras más bellas y misteriosas del alfabeto árabe. El cálamo es un carrizo que, como nos cuenta Hassan Massoudy en L’ABCdaire de la calligraphie árabe, a la hora de ser plasmado en una pluma trae consigo el sol y el agua que lo alimentaron, y el viento que lo hizo flexible y resistente. Se supone que un verdadero calígrafo debe hacerse sus cálamos, a la medida de su mano y de la presión de sus dedos, aún más, obedeciendo directamente a la pasión y la voluntad: me contó Mohammed la historia de Ibn Moqla, visir y calígrafo en la corte de los abasides, quien, cuando algún disgusto del califa hacia su persona redundó en que mandara cortarle la mano, se ató un cálamo al muñón y siguió escribiendo con la misma letra de antes. Lejos de tanto heroísmo, confieso que ni siquiera he tratado todavía de hacer mis cálamos, apenas si me he atrevido a afilar la punta de los que Mohammed me ha regalado. Aquí pueden verle fabricando uno, por si tienen curiosidad: https://www.facebook.com/photo.php?v=4016999860541&set=vb.1147692646&type=2&theater
La cabeza del qalam mide los puntos que a su vez dictan las reglas de la armonía. La letra trasciende, sin embargo, su propia geometría. La imagen de la letra es, finalmente, lo que importa, me enseñaba Mohammed. Me decía que practicara midiendo los puntos y practicara también en la hoja blanca, buscando la imagen. Lograr la imagen es lograr el carácter de una letra, su fuerza y su personalidad, para infundirle su lugar en el transcurrir de la escritura.
La caligrafía es una cuestión de curvas, me decía también Mohammed. De bajar y subir con firmeza, marcando un centro de gravedad, sutil y definido a la vez, que señala el cambio de sentido al recorrido del cálamo. Algunas letras comparten, por ejemplo, la curva característica de la nûn ن, entre otras sîn س, âd ص, qâf ق; distintos son la línea, el equilibrio, el centro de gravedad de letras como bâ’ ب y fâ’ ف. Las longitudes pueden variar y las proporciones, mezclarse; sin embargo, una personalidad inequívoca distingue en cada letra, que realiza una combinación única de rectas, curvas, puntos de equilibrio, recorridos, cambios de dirección e inclinación del cálamo sobre el papel.
Hablo aquí de las líneas del nasj, las que menos desconozco. Cada estilo tiene las suyas, las diferencias siendo a veces sutiles y otras, desconcertantes. Recuerdo una clase en que Mohammed me mostró un alfabeto en estilo diwani, en que la sîn solo era una línea dulcemente diagonal, algo ondulada, sin las curvitas pronunciadas y los piquitos que había yo aprendido a distinguir; ante mi desconcierto, me explicó sonriente: “La sîn ahí está, solo que está adentro”. Las letras tienen voz y vida al interior de las líneas que las marcan y definen, me gustó entender. La caligrafía sugiere, encubre, descubre y de nuevo confunde esa voz, en ecos que resuenan en las vueltas cambiantes de una espiral tras otra. Para nosotros los Sonámbulos, ecos de Mogador, la inaccesible. Ecos de la misma sensualidad arquitectónica que Ibn Arabi, poeta místico andalusí, leía en el enlace de lâm-alif, لا, una de las combinaciones más frecuentes del idioma: “Cuando alif y lâm se hacen compañía, cada uno de ellos experimenta una inclinación hacia el otro. Esa inclinación es al mismo tiempo pasión amorosa e interés. No ves acaso como lâm replega su trazo descendiente para envolver la vertical de alif, con miedo a que se le escape. Despierta a tu alif de su sueño y desata el nudo de tu lâm. En el nudo que une lâm y alif reside un secreto indecible”. Agradezco a Hassan Massoudy esta clase de citas deliciosas en su ABCdaire: nada como erotizar la morfología de un idioma desconocido para despertar la obsesión, amorosa y lingüística, de una traductora Sonámbula.
Llevaba conmigo cierto optimismo de la voluntad: nunca supe dibujar, pero siempre tuve bonita letra. Letra manuscrita de manual de primaria, que no sabía trazar sino con esmerada lentitud, una pesadilla en la escuela para dictados y ejercicios afines. Ahora me vino bien, siendo la caligrafía árabe ejercicio de santa paciencia. Un calígrafo, Mohammed me contaba, puede tardar hasta diez minutos en escribir una sola palabra, amén de repetirla cuantas veces sea necesario. Tiene que respirar hondo y escuchar su propia respiración. Doucement, tout doucement, despacio, no dejaba de decirme, en el francés que, a falta de árabe de mi parte, nos comunicaba en esa calle tan parisina de Rabat. Ir decidida hacia el centro de gravedad, con mano determinada, sin sobresaltos ni titubeos, junto con el aire. Lo mismo recomienda Hassan Massoudy en su ABCdaire: “En el instante en que el calígrafo apoya la cabeza de su cálamo en el papel, debe dominar su gesto a través de una fuerza interior a fin de que su mano pueda trazar la letra con precisión. Esa fuerza no es otra que la capacidad de regular su respiro. Debe tomar conciencia de su respiración. Entre inhalación y exhalación, hay un pequeño momento de pausa que el calígrafo puede aprender a prolongar ligeramente a través del ejercicio cotidiano. Cuando ese momento se alarga, tiene la sensación de estar afuera del tiempo y su gesto se hace más preciso. El calígrafo ritma su respiro acorde a la alternancia entre trazos gruesos y finos de las letras. Retiene el aliento para delinear una letra larga, parándose donde el trazo cambia, y lo retoma al mismo tiempo que vuelve a entintar. Se enseña al joven calígrafo que no use todo el aire de sus pulmones, ni toda la tinta de su cálamo, en el momento de ejecutar un gesto largo y lento. Trazar con lentitud una letra larga es también sumergirse en el propio silencio interior para allá encontrar la expresión personal. Cada vez que ese momento se alarga, una sensación de bienestar y plenitud invade al calígrafo. En el momento en que el calígrafo domina su respiro, su cuerpo entra en comunicación con su mente y su sensibilidad”. En ese mismo espacio entre el cuerpo y el espíritu, en el tiempo ritmado por el aliento, movidos por el mismo impulso de búsqueda, si no paciente, obsesiva, trazamos caminos los Sonámbulos con todos nuestros fantasmas. Buscando el gesto preciso que nos devuelva la paz.
He tenido el gusto de conocer, en mi corto aprendizaje, ese momento de bienestar del que habla el maestro, los maestros. Es caminar el laberinto inaccesible que sin embargo, por momentos, accede a recibirnos, y nos permite llegar justo donde queríamos. Para luego inmediatamente, claro está, prometernos otro paraíso atrás de una esquina, otra gracia en una nueva hoja.

Mis intentos de aprendiz calígrafa se encuentran en estos álbumes:

Algunos textos sobre caligrafía que me gustan pueden leerse en estas notas:


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