El texto como objeto ritual


En Mumbai, una sorpresiva lectora india, poeta de Gujarat que había vivido en Nepal, me dijo, "Leo sus libros de Mogador con frecuencia (me acompañan) y pienso en ellos en su conjunto como un objeto ritual: relatos y poemas que ayudan a pensar y a vivir; están entretejidos formando un Mandala."
Y añade, "La definición de un Mandala es esa: objetos que son bellos, imágenes codificadas que ayudan a pensar y a vivir. Y que se convierten en parte de un ritual íntimo."
El comentario de entrada me produce extrañeza. Ninguna intención esotérica anima mi proyecto. Sin embargo, la definición que ella da del objeto ritual me parece muy material: un objeto codificado que ayuda a pensar. Y, si hay suerte, ayuda a vivir.
Sin duda hay en mi ciclo de Mogador una deliberada investigación sobre el deseo y en ese sentido pretenden presentar, contar situaciones impregnadas de una implícita reflexión sobre el deseo. Pero su método es la poesía: la imagen formalmente asombrosa. Y en cierto sentido ritual: el ritual de aparición del momento poético: la epifanía, la revelación poética (como traté de explicarla en mis libro de ensayos Con la literatura en el cuerpo y Cuatro escritores rituales.
Al día siguiente fuimos al Museo de Mumbai y me mostró un tipo de mandala que se adapta en todo a la estructura de mis libros que antes he dibujado como una espiral de círculos concéntricos, con una búsqueda obstinada (casi erótico-mística) del deseo animando el recorrido. Incluso es un Mandala cuya estructura se basa nueve niveles narrativos.

Y en este mandala también, como en mi descripción del ciclo, la unión entre cada círculo concéntrico es el narrador, convertido en personaje del círculo más amplio que va envolviendo a los anteriores. El último círculo está afuera del dibujo y es el de mi ojo mirando el conjunto, o el ojo de cualquiera que se detenga ante el objeto y, simplemente, lo considere.
La dimensión de objeto que acompaña en la vida a alguien que lo lee y lo considera cercano está muy cerca algunos comentarios de lectores, y sobre todo lectoras de los libros de Mogador. Ayer mismo recibo un maravilloso comentario de una lectora, una poeta sin duda, diciendo: "Fue un día de Septiembre, el que me hizo "arribar" a uno de tus libros -el primero, para mí-.
Desde entonces, un solsticio y un equinoccio, me sumerjo en tu prosa. Afinidades electivas, mareas compartidas.He dejado que tus palabras, tus libros, entren a formar parte de mi vida.En mis viajes, he convertido tus libros en mis favoritos, transformando esas historias según los idiomas en que las leo. Lentamente, ya son parte de mi. Como el agua. Como el mar, en el que nado cada día." ¿Es eso un Mandala en el sentido que lo explica esa otra sorpresiva lectora de la India? En ambos casos, esa dimensión que adquieren los libros en la vida de quien los lee es un regalo inusitado para el escritor. Un don del que no se debe sentir merecedor sino receptor agradecido. Al escritor corresponde escuchar, sí, agradecer, también; pero sobre todo ocuparse en hacer cada vez mejor el dibujo de su mandala: una mejor obra de arte que, si sigue teniendo la suerte de encontrar lectoras así, será un mejor objeto para pensar la vida y vivirla intensamente. Y esta novela del fuego será para mí el entorno que completará mi mandala.
Gracias, nueve veces nueve, a ambas lectoras mandálicas.